Tal y como estudia la
psicología, construir una identidad propia es una necesidad humana básica.
Todos sabemos que los niños, a medida que crecen, se separan de sus figuras de
apego y comienzan, entre otras cosas, a tener gustos propios, a elegir, a tomar
decisiones y, en definitiva, a plantearse una gran cuestión: ¿quién soy yo?
Todos estos elementos se consideran grandes logros y, de
hecho, son promovidos por padres, profesores y entorno en general. Pero,
curiosamente, estos “avances” en la formación de la identidad son percibidos como
amenazas en el caso de las personas con discapacidad intelectual (amenazas a la
comodidad de su entorno, a la
estabilidad, a las rutinas mecanizadas, a la estructura marcada…)
¿Por qué si no, muchas veces pensamos que es un problema que
las personas con discapacidad intelectual...?
> Tengan opinión propia
> Tomen decisiones contrarias a las de los padres
> Se enamoren
> Se equivoquen
> Quieran llevar una vida más independiente
> Expresen enfado
> Tengan criterio
> Nos lleven la contraria
> Elijan a sus amigos, y las actividades que les
gustan
> Sepan decir que algo no les gusta
> Se rebelen cuando algo les parece injusto
> No obedezcan a ciegas a todo lo que les decimos
> Quieran tener intimidad
> Quieran elegir, sin influencia de sus padres
> Quieran ser diferentes (decidir cómo vestirse, cómo cortarse el pelo…)
> Tengan secretos
> A veces
estén tristes, melancólicos, solitarios…
> Asuman riesgos
En el caso de las familias, es comprensible que algunas de
estas conductas provoquen cierto vértigo o miedo (¿cómo dejar que mi hijo sea independiente si no lo veo preparado?,
¿cómo dejarle elegir si creo que se va a equivocar?).
El problema no es tener miedo a “soltarles de la mano”; el
problema es que ese miedo nos paralice. Porque, entonces, cometemos uno de los
errores más grandes: negar a la persona con discapacidad la posibilidad de
averiguar, por sí misma, quién es.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Participa y escribe tu comentario