"Yo podía ser casada…"
Eso decía Rosita
(pongamos que se llamaba así), una mujer joven, al resto de compañeros del
taller en el que trabajaba. Eso decía en un intento de diferenciarse de todos
ellos, personas con discapacidades diversas pero vidas muy similares. Como un
modo de explicar que ella, en un contexto diferente, o en un momento diferente,
podía haber sido de otra manera. Eso decía para hacer
ver que sus capacidades estaban por encima de aquello que el destino, o la
época, o su familia, habían sentenciado para ella.
Rosita tenía un
problema, había nacido con una malformación en la oreja que no solo le daba un
aspecto físico diferente sino que tenía consecuencias en su audición. Como era
“rara”, y además no oía bien, enseguida entró a formar parte del grupo de niños
retrasados. A sus peculiaridades físicas se le sumaban una familia grande, unos
padres con escasa información y pocas oportunidades, y un entorno rural en el
que la diferencia establecía una línea difícil de cruzar entre normales y el resto.
Rosita intuía que
ella podía más. Que ella era capaz. Que ella solo necesitaba una oportunidad.
Que ella podía aspirar a metas más altas. Incluso, podía ser casada, el máximo
exponente para muchos en ese momento de la libertad, de la autonomía y de la
madurez.
Pero Rosita nunca se
casó. Nunca fue a la escuela. Nunca salió de su pueblo. Nunca fue más allá de
las tardes en el taller, construyendo pinzas para vender a bajo precio. Quién
sabe si fue feliz o siguió pensando en todo lo que “podía haber sido” pero que
nunca fue…
#PedazosDeVidas