Muchos padres y madres de personas con discapacidad
intelectual afirman que esta situación (la llegada de una persona diferente),
les ha enseñado, sobre todo, a valorar las cosas realmente importantes de la
vida. A disfrutar con pequeñas -grandes- alegrías y logros. A no dejarse llevar
por deseos de falsa felicidad que son los que, en parte, dirigen a muchas
personas.
La ambición económica, el éxito profesional, la belleza física, la productividad, la independencia más absoluta, el hacer siempre, y en todo lugar, lo que a uno le apetece...
Con frecuencia se dice que, ante el nacimiento de un niño
con discapacidad, los padres pasan por una etapa de duelo, motivada por la
pérdida del hijo soñado. Su visión de
un niño “perfecto”, dicen, debe ser
sustituida por la de su hijo con dificultades. El gran descubrimiento que los padres hacen, conforme superan esta crisis inicial, es que ese niño recién llegado
–con todas y cada una de sus dificultades- no es el niño equivocado. Se dan
cuenta que lo erróneo era su definición de la vida perfecta, del hijo
perfecto. Y así comienzan a apreciar el valor de detalles que para otros
pasan desapercibidos. Y mientras el resto del mundo sigue moviéndose al son de
ambiciones y deseos extraños, ellos pasean al ritmo de la discapacidad.
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