A José, de 42 años, le vendieron un piso en mal estado, semi-abandonado, pendiente de reformas. Su madre dice que los dueños fueron unos “desalmados”...
María Jesús ha denunciado a dos adolescentes de su pueblo por pegar a su hijo. No sabe bien qué ocurrió porque su hijo no se explica, pero teme que pasara “algo más”…
Vanessa no deja a su hija ponerse falda. Tampoco maquillarse ni llevar el pelo suelto. “A primera vista no parece que tenga una discapacidad y es tan guapa, tan mujerona, que me da miedo…”
Manuela trabaja en una zapatería y maneja perfectamente su dinero. Sin embargo, su padre siempre le acompaña al banco. No se fía. Ni de su hija, ni de los del banco.
Seguro que si estás en contacto
con la discapacidad intelectual conoces casos parecidos. Tener una discapacidad
intelectual aumenta las probabilidades de ser víctima de engaño, maltrato,
acoso en el trabajo o bullying en entornos escolares. Evidentemente, son muchos
los factores que cabría analizar para comprender por qué ocurre esto. Solo por empezar, sería necesario
reflexionar sobre el sistema educativo, familiar y social, que hemos creado para
los niños y personas con discapacidad… Sobre cómo dicho sistema contribuye a
formar personas vulnerables, con escasa capacidad para “hacerse valer” por sí
mismas. Algunas ideas al respecto:
- La mayor parte del tiempo, sometemos a niños y jóvenes con discapacidad a multitud de rutinas, actividades y terapias (por su bien) cuyos objetivos, además, no les explicamos. Cuando se enfrentan a esto (¡No quiero ir!) los consideramos rebeldes, manipuladores o inconscientes (Ya me entenderás cuando seas mayor). Tendemos a planificarlo todo sin contar con ellos porque entendemos que son incompetentes, poco maduros o inocentes.
- Con frecuencia, elaboramos metas que no son significativas para ellos. Llevamos a cabo actividades que no les gustan y que, incluso, les hacen “sufrir”. Lloran, patalean, se quejan, se resisten… Pero, aún así, seguimos, convencidos –nuevamente- de que es por su bien.
- No nos planteamos muy a menudo que, quizá, haya otras maneras de conseguir las mismas metas, mediante actividades más cercanas a sus intereses o desde entornos naturales e inclusivos. Incluso, quizá, podamos mantener nuestros objetivos pero hacérselos comprender de una manera clara, atractiva, comprensible.
- Admiramos a aquellos niños y jóvenes con discapacidad que adoptan un papel pasivo, y que hacen todo lo que les decimos (Es más bueno… no me da ningún problema. Se deja hacer, es una maravilla. Es dócil, bueno, obediente…). Con niños sin discapacidad, significativamente, escuchamos con más frecuencia sus ideas, atendemos a sus intereses y gustos. Les apoyamos para que sean capaces de decir que no, elegir qué actividades hacer, decidir si participar en ciertas actividades, mostrar enfado, disponer de su tiempo libre, etc. Entendemos que todo esto forma parte del desarrollo de su personalidad y, progresivamente, nos “retiramos” para dejar que sean ellos quienes asuman el control. Cosa que no hacemos con las personas con discapacidad.
Ciertas pautas y condiciones del
entorno –como las recién descritas-, repetidas durante años, en diferentes
contextos, crean en la persona con discapacidad una peligrosa percepción: LO
QUE YO DIGO, PIENSO Y SIENTO NO ES IMPORTANTE. De hecho, es indiferente. Los efectos negativos de esta
creencia son variados: o bien aumentan las conductas rebeldes como forma de
llamar la atención, o bien la persona se convierte en marioneta. Marioneta
acostumbrada a hacer, pensar, decir, creer lo que otros dicen. Aunque esto
signifique comprar un piso en mal estado, o hacer cosas que a uno le resultan
desagradables por complacer a otros.
Y, en esta vida, a nadie le gusta
ser marioneta.Tampoco a las personas con discapacidad intelectual.
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