Hoy me he cruzado contigo.
Era de noche y había mucha niebla. Caminas encorvado, echado hacia adelante, da
la sensación de que en cada paso puedes perder el equilibrio y caerte. Pero
sigues avanzando. A tu lado, un señor. Camina despacio pegadito a ti. De vez en
cuando te pasa una mano por la espalda suavemente, o te toca el brazo,
acercándote a él.
Suelo verte paseando por las
tardes, imagino que ya de vuelta a casa, para cenar. Se te oye desde lejos.
Haces sonidos, sin (aparente) sentido, con una voz ronca. Tus manos se mueven
en aleteos violentos. Tus pies están girados hacia adentro. Estás mayor. Tienes menos
pelo, y algunas canas. La cara más redonda. Vas bien vestido. Abrigo largo,
zapatos gruesos, bufanda. Eres un señor. Tendrás más o menos mi edad. Quizá
algunos años más.
Te recuerdo jugando en el
mismo parque, como todos los niños del barrio. Igual de encorvado que ahora
pero mucho más ágil. Corriendo, agitando las manos, y chillando de un lado para
otro. Recuerdo tenerte miedo. Mezcla de miedo e intriga. Eras, para los demás
niños, un misterio. ¡Que viene M., que viene M.! Salíamos corriendo a verte,
entre risas nerviosas y tropezones.
Hace una semana se celebró
el Día Internacional de las Personas con Discapacidad y pienso en ti, y en otros
muchos, para los que dicha celebración es totalmente ajena. Me pregunto si
realmente todos los esfuerzos conllevan cambios en tu día a día, en tu
realidad, en la vida de tu familia, en la vida de aquellos que te cuidan. En quienes
te dan de comer, te llevan al baño, te acuestan. Te duchan, te cambian de ropa,
te suben en brazos las escaleras, te levantan cuando te caes. Te colocan las
gafas, te cambian de postura en el sofá para evitar que te hagas heridas, te
llevan de paseo, te limpian la boca después de comer, te acercan el vaso para
que bebas. En todos esos que tienen dolores de espalda porque, día tras día, te
meten a la cama, te llevan de la mano al baño, te sientan en la ducha,
repitiendo movimientos, soportando todo tu peso y venciendo tu resistencia cuando
te enfadas. En quienes no pueden salir de casa cuando quieren porque no pueden
dejarte solo. Pienso en todos ellos, que buscan ayuda pero se encuentran con
obstáculos, con burocracia, con incomprensión, con vacíos. Me pregunto si
mejoraremos su vida, y la tuya, o seguiremos haciendo literatura.
Me pregunto si merece la
pena, si hay esperanza, si quienes vengan detrás de ti serán más felices, más
respetados, más reconocidos, más visibles. O si es simplemente todo una fachada
porque nunca podremos aceptaros, teneros como a un igual. Me pregunto por todos
esos niños que hoy aparecen en las campañas (la mayoría bonitas, tiernas y
positivas) que celebran la diversidad; me pregunto si cuando tengan tu edad
seguirán apareciendo y siendo la cara visible de las celebraciones. O si
estarán, como tú, paseando al anochecer, ajenos a todo, dando pasos inciertos,
acompañados únicamente por una mano amable que sujeta, de vez en cuando, tus
andares y evita que te caigas en el camino hacia casa.
A mi tía Roca, que va perdiendo capacidades, pero sigue siendo pilar
A todos los que, como ella y como M., me recuerdan que lo verdaderamente importante son las personas
Con motivo del Día Internacional de las Personas con Discapacidad (3/XII/2018)
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