El
modelo social de la discapacidad es uno de los conceptos fundamentales que,
durante los últimos años, se viene difundiendo. Una de las premisas básicas de este modelo es
que las dificultades –asociadas a la discapacidad- son fruto de la interacción
entre características personales + condiciones del entorno. Sin embargo, con
demasiada frecuencia, seguimos contemplado la discapacidad desde un modelo
médico, centrado en el déficit aislado de la persona. Y, una de las consecuencias, es considerar que
tener una discapacidad es como “estar enfermo”. Pero, comparemos, por ejemplo,
tener una discapacidad con sufrir un terrible dolor de cabeza.
Cuando me duele la cabeza, entiendo que el mal sufrido es temporal. Por eso, quiero recuperarme, volver a ser como antes, eliminar esa nueva realidad; cosa que sucederá porque, en algún momento, desaparecerá el dolor. La discapacidad, en cambio, es un estado permanente. Entonces, ¿por qué todos esos intentos de que la persona se “vuelva normal”? ¿Por qué la obsesión de que se “parezca a los demás”? ¿Por qué ese énfasis en que la persona “esté preparada” para su inclusión? ¿Por qué nos resistimos a prepararnos los demás para convivir con ella?
Ante una enfermedad, los médicos recetan determinados tratamientos que son “funcionales”. Es decir, ayudan a la recuperación. Hacen que la persona vuelva a ser como antes. En el caso de la discapacidad, aunque no existe una cura, con frecuencia tenemos la sensación de que a más tratamientos, menos discapacidad. Sin restar importancia a los beneficios de determinadas terapias, infravaloramos el papel de los apoyos. Es decir, quizá no sea conveniente invertir millones de horas en que un niño con una discapacidad severa aprenda a hablar. Quizá sea más eficaz, dedicar otras tantas a conseguir un método de comunicación funcional que respete sus limitaciones y potencie sus habilidades. ¿Por qué no adaptarnos los demás a esa nueva forma de comunicación?
No aceptamos la enfermedad porque, de alguna manera, vemos que es “antinatural”. No podemos llevar a cabo nuestra vida de manera ordinaria, dejamos de hacer cosas porque nos lo imposibilita el dolor… Y nos resignamos porque vemos que es una situación transitoria. La discapacidad forma parte de la “manera de ser” de algunas personas y, para ellas, eso es lo natural. No es un estado especial, no es transitorio, no es excepcional. Y repetimos otra vez el mantra de KatieSnow: Disability is Natural. Y, aun así, no la aceptamos, obsesionados con que algún día, por alguna razón, desaparecerá o, en cualquier caso, algún día quizá se note menos.
Una enfermedad despierta inmediatamente en los demás un deseo de cuidado. La persona está mal, no puede valerse por sí misma y necesita ayuda en un determinado momento. Protegemos a la persona enferma: si alguien está mareado no le dejamos conducir. Si está con fiebre, le arropamos. Si se tuerce un tobillo le ayudamos a caminar. Una persona con discapacidad no necesita ser protegida permanentemente, ni vivir en una urna de cristal, aislada de los peligros del mundo (léase centros especiales, sociedades especiales, colegios especiales…). Una persona con discapacidad debe participar en la vida de la sociedad (de las escuelas, de los barrios, de la familia…).
Resulta curioso, por otra parte, que ante una enfermedad (con excepciones) no realizamos juicios de valor sobre la persona, ni sobre su dignidad. Nadie cuestiona mi potencial, o mi capacidad para llevar una vida plena por un dolor de cabeza. Nadie me margina o segrega por esta razón. Sin embargo, la discapacidad parece ser una razón suficiente para que todos, incluso sin conocer a la persona, hagamos valoraciones, juicios y sentencias sobre su vida.
Es
un tema complejo que seguramente necesite de una reflexión mayor pero, de momento,
basta con una idea: Las
personas solo tenemos una vida. Y, a veces, hay que vivirla con discapacidad.
Que
no cunda el pánico.
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