Tener un hijo con discapacidad, intelectual o física, conlleva cierto estrés añadido a las ya de por sí
complejas tarea de cuidado y educación. Los niños con discapacidad no llegan
solo a las familias que están preparadas para ello. No llegan únicamente a los
padres y madres especiales. Por lo tanto, las familias no tienen por qué contar
con todas las cualidades necesarias para afrontar esta nueva situación. Tampoco
siempre saben gestionar con éxito el torbellino de emociones que genera la
presencia de una discapacidad. Muchas veces, los padres y madres se sienten sobrepasados por la situación de la discapacidad; algo para lo que no se habían preparado, y que nadie les dijo que iba a suceder... Evidentemente, el bienestar del niño con discapacidad depende -en gran medida- del bienestar de aquellos que le rodean. Mejorar la calidad de vida de su hijo, pasa necesariamente por mejorar su propia calidad de vida.
Por eso, es necesario que las familias presten atención a ciertos signos de estrés (presentes también en otras situaciones como, por
ejemplo, cuidado de personas dependientes mayores, etc.):
- Estoy irritable la mayor parte del tiempo. Tengo una percepción permanente de resentimiento (contra el mundo, contra la discapacidad, contra mi hijo, contra quienes me rodean…). Constantemente, me pregunto ¿por qué a mí?
- Pierdo la paciencia con facilidad, incluso en situaciones de lo más cotidianas. Tiendo a “explotar” cuando mi hijo tarda más tiempo de lo normal en realizar alguna tarea, o cuando tengo que repetirle las instrucciones… Me doy cuenta de que mis cambios de humor son constantes y de que no siempre respondo de la misma manera ante las dificultades de mi hijo.
- Siento ira hacia la sociedad en general, hacia el mundo: ¿cómo pueden seguir adelante con lo que yo tengo en casa? No tengo tiempo, ni energía, ni ganas de escuchar a otras personas contarme sus problemas cotidianos. Tiendo al aislamiento.
- Con frecuencia, tengo sentimientos contradictorios (positivos y negativos) en relación a la discapacidad de mi hijo y hacia nuestra situación familiar. Hay días en que no lo cambiaría por nada, y días en los que me gustaría volver a empezar.
- Me asusta pensar en realizar cambios en mi vida. Cada novedad la percibo como una amenaza y me siento indefenso (por ejemplo, cambio de colegio, comienzo de una nueva actividad o terapia…)
- Me molesta la presencia de otras personas de apoyo que ayuden a mi hijo. No confío plenamente en casi nadie, y tengo la sensación de que solo yo conozco bien a mi hijo. Por lo tanto, prefiero hacer el máximo posible sin contar con tercera personas (le doy la terapia, le hago logopedia, lo baño, le doy de comer…). Me irrita profundamente que los demás no realicen estas tareas tal y como lo hago yo (que es como más le gusta a mi hijo).
- Me encuentro excesivamente cansado, agotado. No dejo que nadie “entre” en nuestras vidas pero aun así, soy consciente de que necesito apoyo.
- Cuando pienso en querer descansar, en “liberarme” de ciertas tareas de cuidado o en pasar algo de tiempo sin mi hijo, me siento tremendamente culpable.
- Me resulta muy doloroso compartir mis sentimientos, creencias, miedos, preocupaciones, con los demás (ni siquiera con miembros de mi familia). No me atrevo a verbalizar todo lo que pienso y siento respecto a la discapacidad (creo que nadie me comprendería, es demasiado difícil exteriorizarlo…)
- Reconozco que tengo cierta dependencia de mi hijo. Al final, sufro más yo que él cuando nos separamos. Por eso, siento que limito sus oportunidades para realizar nuevas actividades o tener contacto con otras personas (me da miedo, no quiero que sufra, prefiero protegerlo…). Siento que llevo a mi hijo en el bolsillo… y, aun así, no sé cómo cambiar.
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