La semana pasada, en una conversación cualquiera, con personas
ajenas al ámbito educativo, surgieron dos cuestiones:
¿Pueden las personas con discapacidad intelectual ser felices?
¿Deben los niños con dificultades estar en
las aulas con niños “normales”?
El sólo hecho de que un grupo de personas no supieran responder con naturalidad y lógica a estas dos preguntas, me dio bastante
que pensar. Muchos de los pensamientos y conceptos que constantemente se
repiten en el mundo especializado en discapacidad, permanecen alejados para
buena parte de la sociedad (autodeterminación, calidad de vida, empowerment…)
Las personas con discapacidad tienen los mismos derechos que el resto, tienen derecho a decidir cómo vivir su vida, deben contar con las mismas oportunidades para disfrutar de una vida plena, son capaces de alcanzar metas cuando se les prestan los apoyos necesarios, tienen derecho a conocer su propia discapacidad, a participar activamente en su comunidad, a ser tenidos en cuenta, a disfrutar de entornos accesibles…
No se nos puede olvidar que ideas como éstas hay que difundirlas,
contarlas, compartirlas… No basta con que unos pocos, en círculos cerrados, las
tengan claras. El objetivo es que dilemas como los que he mencionado sean, cada
vez, menos frecuentes.
Ahora, cuando leo o escucho enredados planteamientos acerca
de la vida de las personas con discapacidad intelectual, me acuerdo de esa
conversación y me doy cuenta de que, de vez en cuando, es preciso volver a lo
esencial.
Porque todavía queda gente por convencer de que las personas
con discapacidad intelectual merecen lo mismo que todos los demás.