Algunos dicen que está de moda defender a las
minorías (como si algo así pudiera ser una moda pasajera…). En el caso de la
discapacidad, existe una corriente de pensamiento que interpreta la defensa de
las personas de este colectivo como un modo de no aceptar la realidad o, peor
aún, como una postura ingenua, excesivamente edulcorada y optimista. Dicen que,
al fin y al cabo, aunque modifiquemos el lenguaje, prestemos apoyos, seamos más
inclusivos, la discapacidad seguirá estando allí. Detrás de dicho pensamiento,
con frecuencia, se esconde la creencia de que las personas con discapacidad –por
mucho que trabajen, por mucho que sean respetadas- seguirán siendo defectuosas.
Es la premisa básica del modelo médico que durante décadas se ha impuesto en el
modo de atender, y entender, a las
personas con discapacidad. Son seres imperfectos, incompletos, necesitados de
una curación o arreglo. Son personas a las que les “falta” algo. Son ellas
quienes deben adaptarse al mundo, a su contexto, que está preparado para las
personas normales, con plenas facultades (como debe ser…). La meta más elevada,
por lo tanto, es conseguir el máximo grado de normalidad para poder vivir en un
mundo normal, tener un trabajo normal, comunicarse de forma normal… Y, si no es
así, entonces la persona no está preparada para vivir con los demás. Y esto,
aunque a veces disfrazado de buenas intenciones, no es otra cosa que
discriminación.
Hay un concepto interesante que ayuda a comprender
lo dicho hasta ahora: ableism (traducido como capacitismo). Esto es: la
discriminación hacia las personas con discapacidad, basada en la idea de que
son “menos” que el resto, no son personas normales y, por lo tanto, no pueden
ser miembros de la sociedad (al menos, no en el sentido pleno). Tener más
capacidades (o no tener discapacidad) se ve como suficiente razón para ejercer
superioridad sobre aquellos con menos. La valía y dignidad personal depende del
grado de capacidad. A más capacidad, más dignidad. A más capacidad, más
derechos. A más capacidad, más humanidad. Esta idea se ha repetido a lo largo
de la historia, también hoy, con diferentes condiciones: el hombre más dignidad
que la mujer, el blanco más dignidad que el resto, el rico que el pobre, el
productivo que el parado…
Lo verdaderamente peligroso del capacitismo es que
es un pensamiento tremendamente interiorizado por parte de la mayoría de la
sociedad. Incluso aquellos que defienden (defendemos) a las personas con
discapacidad, asumen –al menos en cierta manera- esta idea, sobre todo ante
personas con discapacidades intelectuales severas. ¿Cómo va a ser igual que el
resto, si ni siquiera sabe cómo se llama? ¿Cómo su vida va a tener la misma
importancia que la de otros muchos, fuertes, inteligentes, emprendedores,
activos…? ¿Cómo va a ser un miembro más de la sociedad si no puede estar solo
un minuto? ¿Qué aporta? ¿En qué medida contribuye? ¿Qué genera? ¿Para qué sirve…?
Por esto la defensa de los derechos y de las
condiciones de vida para las personas con discapacidad parece que avanza
siempre a trompicones. Porque damos un paso adelante y en momentos de duda, de
dificultad, de dilema, el capacitismo hace de las suyas… Y seguimos sin ver que
una persona con discapacidad es, precisamente eso, una persona. Plena. Completa.
Acabada. Con toda la dignidad, sin que su falta de capacidades le robe ni un
ápice de humanidad. En el momento en que reconozcamos esto, ya no habrá marcha
atrás y comenzará, en serio, una nueva etapa en la historia de las personas con
discapacidad.
(*Más sobre capacitismo aquí, estupenda entrada de Carmen de Cappaces)
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